Siento ahora no haber sido más
comprensivo. Quizás alguna vez haya pensado, a causa de la distancia, que ciega
la empatía, que aquellos que sufren o han sufrido algún tipo de adicción deberían
hacer algo para solucionarlo, un esfuerzo de la voluntad para superar esa atracción
incontrolable, sin haber sido consciente del poder que tiene el objeto de su
obsesión. Sin comprender que uno pierde la capacidad para controlar su
voluntad.
Por las mañanas suelo escuchar la
radio en el coche, camino al trabajo, para ponerme al día de las desgracias que
nos asolan, enterarme de qué político ha sido, por casualidad casi siempre,
trincado con algún billete que no es suyo o haciendo cualquier cosa que no
tiene que ver con su cargo con cargo a la cuenta de todos. Llevo mi ejemplar
(grabado porque no me gusta llevar los originales en el coche) de Quien tenga algo que decir… que calle para
siempre, no con la intención de ponerlo, sino porque pienso que a la vuelta
sí que lo pondré. Llega la publicidad, excusa perfecta para poner una canción,
cinco minutos mientras terminan esas recomendaciones altruistas, luego
conectaré otra vez. Me engaño, ya no voy a quitarlo. Además, no hago nada malo:
las noticias me envenenan; Dry River
me alegran el día. Es una adicción feliz.
Me pregunto si sospecharon
aquellos que escucharon por primera vez Volumen
brutal que estaban ante un disco que se convertiría en un imprescindible de
la música rock en español, si sabían que iba a ser un referente obligatorio de
nuestra historia musical. Pues tengo la sensación de que Quien tenga algo que decir… que calle para siempre es de esa
estirpe, cosa que no me ocurría desde Los
poetas han muerto de Avalanch en
2003, un disco ya irrenunciable, o más recientemente con la última obra maestra
de Shy de 2011, si no nos limitamos
al ámbito hispano.
Desde la presentación del disco,
un digipack con un libreto chulo y
una pequeña broma en su interior, todo está muy cuidado. Pensaba que me estaba
despistando cuando al ponerlo tras leer por encima la nota de prensa, que
clasifica a la banda como una mezcla de rock sinfónico, metal progresivo y jazz,
yo sin embargo tenía la sensación de estar escuchando a Barón Rojo pasado por una traslación progresivo-sinfónica. Volví a
mirar la hoja y nombraba como referencias a bandas que, una vez escuchado el
álbum en su totalidad, resultaban evidentes: Queen, Rush, Deep Purple, Dream Theater y… Barón Rojo.
No estaba tan perdido entonces. De hecho me atrevo a decir que Dry River
son los herederos de los barones en el siglo XXI. Sus puntos en común no son
estrictamente musicales: no había vuelto a escuchar unas letras tan
envenenadas, cargadas de denuncia política y social con un sentido del humor
tan sarcástico desde que los barones cantaban “Señor inspector” o “Pico de
oro”. Aquí están “Rosas y gaviotas” o “¿Cuánto vales tú?” (de ritmos circenses
alegres combinados con sabores agrios). Las melodías embaucadoras que hacen
cantar incluso a la víctima de la canción están presentes en el álbum. La voz
de Ángel Belinchón en algunos
momentos también recuerda a Sherpa,
en “Bajo control” y algunos otros momentos del disco. Y si además Barón Rojo
eran unos maestros, éstos también lo son. Hay que estar muy seguro de lo que se
hace para montar canciones como “Casto”.
Estos músicos se atreven a lo que
nadie en este país: alto nivel interpretativo, coros trabajadísimos,
composiciones complejas, y resultar ser directos, incluso comerciales. (¿A
alguien le suenan Muse?) Esa
complejidad (varias canciones que pasan de los seis minutos, cambios de ritmo,
inclusión de secciones de viento, swing…) no es nada afectada, al contrario,
todo suena natural y, sobre todo, espontáneo, lo que no consiguen sino lo
grandes. Aunque lo que de verdad importa no es lo virtuosos que sean
instrumentalmente, lo inspirado de sus composiciones o lo trabajado de sus
letras, sino que todo ello está al servicio de la emoción. No una emoción
romántica de canciones “bonitas” y sentimentales; es una emoción que nace del
gozo que produce la belleza de la música, el disfrute incomparable que se
experimenta al escuchar una canción que estira, pellizca y retuerce el alma, encantada
por poder disfrutar de algo exclusivamente humano: el arte. A ese escalón no
acceden muchos, y por ello uno siente ese inexplicable orgullo de encontrarse
con algo de estas características cantado en español. Eso es algo que no me
gustaría que se perdiese de vista, aunque no voy a hacer el tradicional lamento
de acomplejado; al contrario.
Esta nota de prensa, al contrario
que muchas, resulta útil. Define el trabajo como “un disco complejísimo en
cuanto a creaciones, pero sencillísimo de escuchar”. Perfecta definición de la
música de Dry River. Aunque se queda
corto por humildad: es magistral, adictivo, emocionante, intenso, sorprendente,
inteligente, profundo… Es tan bueno que no necesita que venga nadie a decirlo,
pues ellos seguro que saben que son buenos y además ya se lo habrán dicho muchas
veces.
Dry River son hijos de cuarenta o
cincuenta años de música. Ocho años haciendo versiones, como las grandes bandas
clásicas, les llevó a grabar en 2012 El
circo de la Tierra ,
disco que afortunadamente no he escuchado; placer que me guardo para cuando
haya sido capaz de desengancharme de la magia de su nueva obra.
Es como si tomara la música que
llevo escuchando casi desde mi infancia y me la devolvieran combinada,
revuelta, mezclada y sabiamente convertida en otra cosa que sabe
excepcionalmente bien. La experiencia de escuchar un disco como éste produce
una sensación muy cercana a la felicidad.
Las influencias no quedan en las
citadas más arriba: habría que añadir a Toto,
a Asfalto en la pieza “Informe T-24” , en la que cantan con Julio Castejón después de que, como las
vainas de La invasión de los ladrones de
cuerpos, hayan absorbido su esencia para transformarse en los propios
Asfalto; a Kansas, a Yes, a A.C.T. más recientemente. Incluso los recordados Alcaudón o Alcatrazz.
Invaden las pistas de baile con
“Irresistible”, con ritmos de discoteca ochenteros y un estribillo por el que
muchos venderían su alma.
Osan tratar un tema tan grave
como el Alzheimer en la épica y conmovedora “Frascos vacíos” con una
delicadeza, inteligencia y sensibilidad envidiables, al tiempo que hablan de
cuestiones cotidianas con brillantez y talento en “El lado bueno de las cosas
malas”. Y la pieza mayor (más de once minutos arrasados en un suspiro) “Rosas y
gaviotas”: genial letra, asombrosa interpretación con dos puntos de vista,
divertida, amarga… demoledora.
El álbum es tan apabullante que
uno no puede asimilar todo lo que tan
generosamente ofrece. Tras varias escuchas empieza a descubrir que hay más
canciones brillantes. Me quedo con la hermosísima “Caída libre”, de una
delicadeza admirable, con una intensidad contenida durante gran parte del tema
que alcanza momentos de enorme emoción en el fantástico solo de guitarra y
explota en su parte final, con un feliz equilibrio de letra y música que la
convierte en una pieza maestra. Y como son tan buenos, una de las canciones
relevantes del disco es la que, como introducción lo abrió y ahora lo cierra,
la canción que han presentado como single
y de la que han rodado un divertidísimo vídeo; una canción a la que como Harry el sucio le pides que te alegre
el día: “Traspasa mi piel”. Y lo consigue.