domingo, 25 de enero de 2015

Prácticas de tema y resumen.


Sin duda tienen razón quienes dicen que la guerra es el estado original y natural. El hombre, como animal, vive mediante lucha, vive a costa de otros, teme y odia a otros. La vida es, pues, guerra.
Más difícil resulta definir lo que significa la «paz» La paz no es un estado original paradisíaco, ni una forma conseguida por un acuerdo de convivencia organizada. Paz es algo que en realidad no conocemos; algo que sólo ansiamos y vislumbramos. La paz es un ideal. Es algo indescriptiblemente complicado, lábil y siempre amenazado. Basta un soplo para destruirla. Incluso es más raro y difícil que cualquier otro logro ético o intelectual que dos personas, dependientes una de otra, convivan en verdadera paz. Sin embargo, la paz es muy antigua, como pensamiento y deseo, como objetivo e ideal. Hace milenios que existe el poderoso mandamiento de «¡No matarás!», que desde hace milenios, también, es básico. Que el ser humano sea capaz de tales palabras, de tan enormes exigencias, le caracteriza más que cualquier otra cosa; le separa del animal; le separa también, aparentemente, de la «naturaleza».

HERMANN HESSE: Escritos políticos 1914-1932. Bruguera, 1985.


Hace dos mil años, ni en España, ni en Francia, ni en Italia, ni en muchos otros países había un común denominador de conciencia colectiva sobre el cual quepa situar a los habitantes de hoy, y también a quienes moraban hace milenios en aquellas tierras. A lo largo de ese tiempo hubo diferentes unidades de vida colectiva, es decir, sentidas por diferentes personalidades de vida colectiva. Cada una de éstas trató de subsistir, de continuar hablando o escribiendo la misma lengua, de denominarse del mismo modo, de sentirse una. Pero la unidad de conciencia colectiva duró más o duró menos, abarcó mayor o menor extensión territorial, y a la postre se desvaneció. Ya no hay ligures, ni etruscos, ni romanos, ni celtíberos, ni galos, porque serlo no se funda en ninguna característica biológica o psíquica, sino en saberse estar perteneciendo a un grupo de gentes que se llaman como uno, en estar incluso en una dimensión de vida que rebase el área de la persona individualizada en un yo. Al decir soy yo, el objeto a que refieren esas palabras es indivisible, no incluye a nadie más. Al decir soy francés, es indispensable que quien así se exprese esté seguro de que muchos otros dirán: nosotros también. Mas supongamos que a alguien se le ocurra preguntar a alguien en España o fuera de ella: «¿Es usted ibero, acaso godo?» El lector puede imaginar la respuesta.

AMÉRICO CASTRO: Sobre el nombre y el quién de los españoles, Sarpe, 1985.

El hombre es una criatura con una gran capacidad para la destrucción. No existe otro animal vertebrado que extermine con tal salvajismo, brutalidad e indiferencia a los miembros de su misma especie. Basta repasar la historia de la humanidad, desde los grotescos circos romanos hasta las guerras mundiales y conflictos civiles modernos, pasando por los aniquilamientos masivos de razas enteras, para horrorizarse de las atrocidades que los hombres cometen asiduamente contra sus compañeros de vida.
Como los grandes terremotos, las inundaciones, las epidemias y otras calamidades naturales que tanto tememos, pero que al final acabamos por aceptar, la autodestrucción, la crueldad y el sadismo parecen formar parte inseparable de la existencia humana. Quizá, sea esta la razón por la que en las urbes se aviva periódicamente la creencia de que la humanidad está proféticamente avanzando hacia su cataclismo. De hecho, durante ciertos períodos conflictivos recientes, como la guerra del Golfo o el desmoronamiento de los gobiernos totalitarios comunistas europeos, la popularidad de los profetas y clarividentes, como el médico francés del siglo XVI Michel Nostradamus, alcanzó niveles extraordinarios incluso entre personas nunca confiaron en profecías.


LUIS ROJAS MARCOS: La ciudad y sus desafíos. Espasa-Calpe, 1996