viernes, 28 de junio de 2013

THE WINERY DOGS (2013)



Tres músicos con licencia para tocar… lo que quieran. Tres nombres imprescindibles del rock de alta calidad, de enorme prestigio y respetadísimos en el mundo de la música en general. En estos tres vértices hay un enlace claro, que es el de Billy Sheehan y Richie Kotzen, ambos compañeros en la penúltima encarnación de Mr. Big. Uno podría suponer que habrá elementos que recuerden a aquella banda, y los hay. Pero aquí hay un peso enorme de la personalidad del guitarrista que, asombrosamente, combina  a la perfección con los de la clásica banda del bajista. Por tanto, el resultado es una irresistible mezcla de ambos elementos que se sustenta en dos columnas: el blues y el hard rock. El hecho de que las dos influencias sean evidentes no da como resultado un monstruo bicéfalo, sino una creación jugosamente diferente, espectacularmente rica y alucinantemente adictiva. El otro vértice es Mike Portnoy, que podría aportar el elemento técnicamente más progresivo dado el carácter de virtuosos de sus otros dos compañeros, pero eso en esta banda no va así. Y si se ha seguido la trayectoria de los últimos trabajos de Portnoy se sabrá que sus inquietudes actuales no van por ese camino, al menos no exclusivamente.

Si alguien me pidiera que definiese con una palabra qué es este disco, no le haría ni caso, claro; pero si quisiera hacerlo, elegiría la palabra ‘ritmo’. Este disco es puro ritmo, una de las cualidades esenciales de la música. Tanto es así, que cuando uno se quiere concentrar para analizar el contenido del álbum se da cuenta de que se olvida de ello porque queda atrapado, como hipnotizado, embrujado por el sinuoso ritmo de las canciones, contagiado sin remedio por las líneas de bajo, las melodías de las voces, el marcado compás de la batería, los acordes y riffs de la guitarra. Y es porque en este trabajo la base fundamental, aquella que casi nunca se aprecia en un grupo, es la base rítmica: bajo y batería que, ridículo es que lo diga, pero es antológica. Qué placer es escuchar estos dos instrumentos con un sonido tan natural, haciendo lo que se supone que deban hacer: no sólo marcar el ritmo, es que son el ritmo.

Otra idea que puede pasar por la cabeza del que lea los nombres de los integrantes de The winery dogs, es que seguramente se vaya a encontrar con un ebrio ejercicio de excesivo virtuosismo, en el que las canciones sirvan para que se luzcan estos tres señores. Un buen músico, como los grandes poetas, conoce el valor del silencio. Decía Beethoven aquello de “No rompas el silencio si no vas a mejorarlo”. Sheehan, Portnoy y Kotzen lo saben muy bien.

Y sin embargo, lo mejor de todo es que éste es un álbum de una riqueza casi inagotable, y por encima de eso, un disco para disfrutar como con muy pocos. Uno de los que, con el paso del tiempo, cualquiera se enorgullece de tener en su discoteca. No importa que no se sea un entendido en la técnica instrumental, pues la canción está por encima del resto, y aun así, cualquiera va a encontrar infinitos detalles que hacen grande un trabajo discográfico, que convierte en arte lo que en principio no es más que un entretenimiento.

No voy a pararme en detallar cada uno de los jugosísimos momentos que nos regalan The winery dogs; baste señalar que canciones como “The other side” son un festín, “Not hopeless” es casi una orgía rítmica, y que las baladas y medios tiempos merecen una mención especial, pues quien no se emocione con la belleza de “Damaged” o de “The dying” es que tiene algún cable suelto por ahí dentro.








lunes, 3 de junio de 2013

MARAGOLD




Al comentar esta nueva aventura de Greg Howe, uno se siente tentado de utilizar la expresión pedante ‘Rock con mayúsculas’. El respetado guitarrista se había unido a dos de sus acompañantes en anteriores aventuras instrumentales, el bajista Kevin Vecchione y el batería Gianluca Palmieri, con la intención de formar una banda con cantante. Al principio probaron con una voz masculina, pero más tarde, tras la marcha de ésta, encontraron a Meghan Krauss. Si no hubiesen tenido una banda tendrían que haberla formado sólo para poder tenerla a ella como cantante. Es una fiera, salvaje y delicada, que ha bebido directamente de los enjuagues bucales de Aretha Franklin y ha absorbido el aliento de Ann Wilson.

Con todo ello, el cóctel es casi molotov. Cuatro tipos perfectamente compenetrados, con una base de rock clásico, blues, fusión, y tendencias de improvisación, que descoyuntan al más pintado. Las raíces del rock y las técnicas más depuradas se combinan con naturalidad en este álbum de tremenda riqueza.

Las canciones funcionan de un modo asombroso, y además tiene una virtud esencial: son capaces de captar la atención del oyente con los primeros acordes, con las primeras notas, algo nada fácil, pues es bastante habitual que al escuchar una canción haya que esperar a ver cómo evoluciona. En el disco de Maragold sólo hay que dejarse llevar y esperar con ansia el desarrollo que nos lleva a los momentos álgidos del estribillo, el solo de guitarra, las progresiones de la base rítmica (esencial en todo el trabajo) y dejarse envenenar por la desgarradora y sensual voz de Meghan Krauss. Con todo ello el aficionado asiste con asombro a algo poco frecuente: tener la sensación de que es un espectador privilegiado en  el espectáculo incomparable de la creación musical, como si fuese testigo del proceso mágico de ver nacer y crecer una canción con los elementos básicos de la misma: una guitarra, un bajo, una batería y una voz. Porque aunque parezca algo obvio o tonto, aquí los instrumentos suenan a instrumentos musicales, y uno no es consciente de ello hasta que lo experimenta, y entonces se da cuenta de la cantidad de efectos que se usan habitualmente.

Las canciones en este trabajo no son el medio que usa el virtuoso guitarrista Howe para lucirse, como algunos podrían sospechar; para ello graba otros discos. Con Maragold busca la banda de rock, de blues, de fusión, pero sobre todo busca la canción, y de esas hay aquí diez de las buenas. El tema de presentación es brillante. “Evergreen is golder” muestra esa contundente aleación de estilos que he citado. La entrada de la voz de la Krauss es salvaje, mostrando fuerza y sabiduría, y la base rítmica funciona a la perfección. También está presente otro de los rasgos característicos del álbum que es los solos de Greg Howe, brillantes, limpios y originales, mezclando como a él le gusta los estilos de fusión, jazz y rock.

Entrada de batería y ritmo entrecortado de guitarra para “Saturday sun”, y espacio entre las líneas del pentagrama para el lucimiento y disfrute del cuarteto que adorna con sus instrumentos cada compás de la canción. Magistral el solo de Howe, muy original, con influencias setenteras del rock psicodélico. La canción no da tregua a las piernas o cualquier otro miembro susceptible de seguir el ritmo.

Más actual resulta “Oracle”, sustentada en los sugerentes malabarismos vocales de Meghan y con un estribillo dramático intensificado por unos excelentes arpegios de guitarra. El puente es muy bueno y hace de trampolín para un gran solo de guitarra.

Uno de los platos fuertes, a mi juicio, (y eso que el menú que presenta Maragold es para rebañar hasta la última nota) está en “Paradigm Tsunami”. Aquí la fusión es total, la sinuosa línea vocal de Krauss hipnotiza y el endiablado solo de Howe deja desorientado a cualquiera. Mezcla de salvajismo y melodía magníficamente remarcado por la excelente base rítmica y la intensidad que imprime Palmieri. Esa misma locura se apodera de la zeppeliniana “Magic pain”, otro de los momentos álgidos del álbum.

Asimismo “Penniless and Sane”, más melódica aunque igualmente contagiosa, le hace a uno adorar la música. No hay artificios ni trucos: es rock.

Los temas suaves no son cosa de poco: “Cry” tiene un estribillo difícil de olvidar, a pesar de que no es mi favorita. Prefiero “Story’s ending” o la bluesera “Boom boom tap (dance on)” que cierra el disco con creciente intensidad.

¿Dónde está el secreto para que un disco de estas características lo atrape a uno y no pueda hacer nada para evitarlo? No lo sé. Quizás es lo que llaman la magia de la música. Cuando deja de sonar, como al final de “Boom boom tap (dance on)” uno siente como si lo hubiesen abandonado de noche en mitad del desierto, y es entonces cuando es consciente de la necesidad que tiene de ella.