domingo, 21 de diciembre de 2014

DRY RIVER - Quien tenga algo que decir... que calle para siempre. (2014)




Siento ahora no haber sido más comprensivo. Quizás alguna vez haya pensado, a causa de la distancia, que ciega la empatía, que aquellos que sufren o han sufrido algún tipo de adicción deberían hacer algo para solucionarlo, un esfuerzo de la voluntad para superar esa atracción incontrolable, sin haber sido consciente del poder que tiene el objeto de su obsesión. Sin comprender que uno pierde la capacidad para controlar su voluntad.

Por las mañanas suelo escuchar la radio en el coche, camino al trabajo, para ponerme al día de las desgracias que nos asolan, enterarme de qué político ha sido, por casualidad casi siempre, trincado con algún billete que no es suyo o haciendo cualquier cosa que no tiene que ver con su cargo con cargo a la cuenta de todos. Llevo mi ejemplar (grabado porque no me gusta llevar los originales en el coche) de Quien tenga algo que decir… que calle para siempre, no con la intención de ponerlo, sino porque pienso que a la vuelta sí que lo pondré. Llega la publicidad, excusa perfecta para poner una canción, cinco minutos mientras terminan esas recomendaciones altruistas, luego conectaré otra vez. Me engaño, ya no voy a quitarlo. Además, no hago nada malo: las noticias me envenenan; Dry River me alegran el día. Es una adicción feliz.

Me pregunto si sospecharon aquellos que escucharon por primera vez Volumen brutal que estaban ante un disco que se convertiría en un imprescindible de la música rock en español, si sabían que iba a ser un referente obligatorio de nuestra historia musical. Pues tengo la sensación de que Quien tenga algo que decir… que calle para siempre es de esa estirpe, cosa que no me ocurría desde Los poetas han muerto de Avalanch en 2003, un disco ya irrenunciable, o más recientemente con la última obra maestra de Shy de 2011, si no nos limitamos al ámbito hispano.

Desde la presentación del disco, un digipack con un libreto chulo y una pequeña broma en su interior, todo está muy cuidado. Pensaba que me estaba despistando cuando al ponerlo tras leer por encima la nota de prensa, que clasifica a la banda como una mezcla de rock sinfónico, metal progresivo y jazz, yo sin embargo tenía la sensación de estar escuchando a Barón Rojo pasado por una traslación progresivo-sinfónica. Volví a mirar la hoja y nombraba como referencias a bandas que, una vez escuchado el álbum en su totalidad, resultaban evidentes: Queen, Rush, Deep Purple, Dream Theater y… Barón Rojo. No estaba tan perdido entonces. De hecho me atrevo a decir que Dry River son los herederos de los barones en el siglo XXI. Sus puntos en común no son estrictamente musicales: no había vuelto a escuchar unas letras tan envenenadas, cargadas de denuncia política y social con un sentido del humor tan sarcástico desde que los barones cantaban “Señor inspector” o “Pico de oro”. Aquí están “Rosas y gaviotas” o “¿Cuánto vales tú?” (de ritmos circenses alegres combinados con sabores agrios). Las melodías embaucadoras que hacen cantar incluso a la víctima de la canción están presentes en el álbum. La voz de Ángel Belinchón en algunos momentos también recuerda a Sherpa, en “Bajo control” y algunos otros momentos del disco. Y si además Barón Rojo eran unos maestros, éstos también lo son. Hay que estar muy seguro de lo que se hace para montar canciones como “Casto”.

Estos músicos se atreven a lo que nadie en este país: alto nivel interpretativo, coros trabajadísimos, composiciones complejas, y resultar ser directos, incluso comerciales. (¿A alguien le suenan Muse?) Esa complejidad (varias canciones que pasan de los seis minutos, cambios de ritmo, inclusión de secciones de viento, swing…) no es nada afectada, al contrario, todo suena natural y, sobre todo, espontáneo, lo que no consiguen sino lo grandes. Aunque lo que de verdad importa no es lo virtuosos que sean instrumentalmente, lo inspirado de sus composiciones o lo trabajado de sus letras, sino que todo ello está al servicio de la emoción. No una emoción romántica de canciones “bonitas” y sentimentales; es una emoción que nace del gozo que produce la belleza de la música, el disfrute incomparable que se experimenta al escuchar una canción que  estira, pellizca y retuerce el alma, encantada por poder disfrutar de algo exclusivamente humano: el arte. A ese escalón no acceden muchos, y por ello uno siente ese inexplicable orgullo de encontrarse con algo de estas características cantado en español. Eso es algo que no me gustaría que se perdiese de vista, aunque no voy a hacer el tradicional lamento de acomplejado; al contrario.

Esta nota de prensa, al contrario que muchas, resulta útil. Define el trabajo como “un disco complejísimo en cuanto a creaciones, pero sencillísimo de escuchar”. Perfecta definición de la música de Dry River. Aunque se queda corto por humildad: es magistral, adictivo, emocionante, intenso, sorprendente, inteligente, profundo… Es tan bueno que no necesita que venga nadie a decirlo, pues ellos seguro que saben que son buenos y además ya se lo habrán dicho muchas veces.

Dry River son hijos de cuarenta o cincuenta años de música. Ocho años haciendo versiones, como las grandes bandas clásicas, les llevó a grabar en 2012 El circo de la Tierra, disco que afortunadamente no he escuchado; placer que me guardo para cuando haya sido capaz de desengancharme de la magia de su nueva obra.

Es como si tomara la música que llevo escuchando casi desde mi infancia y me la devolvieran combinada, revuelta, mezclada y sabiamente convertida en otra cosa que sabe excepcionalmente bien. La experiencia de escuchar un disco como éste produce una sensación muy cercana a la felicidad.

Las influencias no quedan en las citadas más arriba: habría que añadir a Toto, a Asfalto  en la pieza “Informe T-24”, en la que cantan con Julio Castejón después de que, como las vainas de La invasión de los ladrones de cuerpos, hayan absorbido su esencia para transformarse en los propios Asfalto; a Kansas, a Yes, a A.C.T. más recientemente. Incluso los recordados Alcaudón o Alcatrazz.

Invaden las pistas de baile con “Irresistible”, con ritmos de discoteca ochenteros y un estribillo por el que muchos venderían su alma.

Osan tratar un tema tan grave como el Alzheimer en la épica y conmovedora “Frascos vacíos” con una delicadeza, inteligencia y sensibilidad envidiables, al tiempo que hablan de cuestiones cotidianas con brillantez y talento en “El lado bueno de las cosas malas”. Y la pieza mayor (más de once minutos arrasados en un suspiro) “Rosas y gaviotas”: genial letra, asombrosa interpretación con dos puntos de vista, divertida, amarga… demoledora.


El álbum es tan apabullante que uno no puede asimilar todo lo que  tan generosamente ofrece. Tras varias escuchas empieza a descubrir que hay más canciones brillantes. Me quedo con la hermosísima “Caída libre”, de una delicadeza admirable, con una intensidad contenida durante gran parte del tema que alcanza momentos de enorme emoción en el fantástico solo de guitarra y explota en su parte final, con un feliz equilibrio de letra y música que la convierte en una pieza maestra. Y como son tan buenos, una de las canciones relevantes del disco es la que, como introducción lo abrió y ahora lo cierra, la canción que han presentado como single y de la que han rodado un divertidísimo vídeo; una canción a la que como Harry el sucio le pides que te alegre el día: “Traspasa mi piel”. Y lo consigue.