domingo, 24 de junio de 2012

"Alegremente maniatados", por Javier MARÍAS


Tíldenme de ignorante, de anticuado y de bruto, pero cuanto más contacto voy teniendo con las nuevas tecno­logías -qué remedio-, más convencido estoy de que son utilísimas para algunas cosas, pero también de que supo­nen un tremendo engorro y una constante pérdida de tiempo, de que son un ídolo con pies de barro que a menudo nos deja impotentes y sin recursos y, por supuesto, un peligrosísimo ins­trumento de control y dominación de la gente. Esto último se me hizo patente hace un par de semanas. Viajaba por carretera de Amsterdam a Bruselas, con mi "telefonillo de viajes". Cuando me preguntan mi móvil, siempre digo que no uso, y no falto en­teramente a la verdad. Compré uno hará siete años, a instancias de mis hermanos, cuando mi padre estaba ya muy enfermo. Me dijeron: "Procúrate uno, para avisarte si ocurre algo en mitad de la noche o cuando andes por ahí". Me pareció razonable. Al mo­rir mi padre, mi impulso fue tirarlo, ya que no abrigaba intención de utilizarlo: nada me resultaría más odio­so y esclavizador que estar localizable siem­pre, ni veo motivo por el que lo deba estar para nadie, ni siquiera para mis próximos, menuda tabarra. Pero ya que el hoy ante­diluviano móvil obraba en mi poder, se me ocurrió que podría rendirme servicio en los viajes, dado que cada vez es más difícil en­contrar un teléfono público en el mundo.

Pues bien, en un momento determina­do de ese trayecto Amsterdam-Bruselas, sin que se hubiera producido parada, ni el más mínimo control policial o aduanero, el chófer me comunicó que acabábamos de entrar en Bélgica. Acto seguido, mi prehis­tórico celular empezó a emitir pitidos, y en su pantallita apare­cieron mensajes de texto, en los que se me daba la bienvenida a Bélgica y se me proponían tarifas para llamar desde allí. "Lo sa­ben al instante", pensé, "que he cruzado una frontera, aunque esa frontera sea ya inexistente como tal y no haya debido cumplimentar ningún trámite para pasarla, ni nadie haya registrado mi ingreso en un nuevo país. Nadie debería estar al tanto, y sin em­bargo esa compañía telefónica controla mis movimientos con tanta eficacia como si llevara en el tobillo una de esas pulseras, vistas en las películas, mediante las cuales la policía sabe en el acto si alguien en arresto domiciliario ha traspasado el umbral de su casa y ha puesto pie en el exterior. Si fuera un fugitivo" (y pienso a menudo que cualquier día podría serlo; tal como se es­tán poniendo las cosas en todas partes), "lo primero que habría de hacer sería arrojar a la cuneta este maldito móvil delator". Por otra parte, ¿quién nos asegura que las compañías no informan al instante de los pasos de cualquier ciudadano a la policía? ¿Quién nos puede jurar que ésta no está enterada no ya de cuándo atravesamos una frontera, sino de dónde nos encontramos en cada momento, aunque no nos movamos de nuestra ciudad?

Unos días antes de eso, aún en Madrid, había ido a unos gran­des almacenes a cambiar un DVD cuya carátula mentía, como es bastante habitual. Elegí otro y fui a caja. Un poco más caro, había de abonar 1,50 euros. Esta operación, que antes de las nuevas tecnologías habría sido de una sencillez y rapidez pasmosas, se con­virtió en un largo, alambicado y tedioso proceso que nos hizo per­der (a las dependientas y a mí) media hora de reloj. Había que registrar primero que se trataba de una devolución, con su corres­pondiente papelito y mi firma electrónica. El "sistema" era se­minuevo y no acababa de funcionar, hubo que reiniciarlo varias veces. Luego -no me hagan caso, no seguí el galimatías con aten­ción-, había que modificar el recibo de mi primera compra, lo cual llevó también no poco rato. A continuación tocaba emitir otro con la segunda, cruzar los dos, hacer una complicada resta que yo ha­bía efectuado mentalmente en un santia­mén hacía siglos, archivar uno de los dos recibos, cerrar la caja registradora en plena operación porque así lo ordenaba ésta, reco­menzar entonces todo el procedimiento desde cero, volver a firmar con mi irrecono­cible firma sobre una pantalla, volver a las sumas y restas. Al cabo de treinta minutos, ya digo, me comunicaron lo que bien sabía. "Tiene usted que abonar 1,50 euros". "Ah, nunca lo hubiera imaginado", contesté a la amable dependienta, tan víctima como yo.

Añadan a este mínimo episodio las ingentes cantidades de tiempo que se pierden cada vez que uno llama a una empresa o a un organismo: hay que pasarse larguísimo rato pulsando botones y aguantando musiquillas antes de lograr hablar con alguien "real", que por lo general es un latinoamericano no inmigrante, sino que está, de hecho, en Ecuador o en el Perú y que no tiene ni idea de lo que pasa aquí, o acaso un marroquí que se encuentra en Rabat y que también lo ignora todo de España. Añadan las numerosas ocasiones en que" se nos ha caído el sistema" y nada se puede hacer hasta que "vuelva", como si todo el mundo fuera cie­go, sordo y manco y ya no existieran bolígrafos ni papel, no diga­mos iniciativa o espontaneidad. No me caben más ejemplos, pero hay decenas y ustedes los han padecido. Vivimos maniatados por las nuevas tecnologías, en todos los sentidos de la palabra "ma­niatado". Aun a riesgo de parecer un ignorante, un anticuado y un bruto, el mundo me resulta más lento, ineficaz y pesado -y mu­cho menos libre- que cuando no dependíamos de ellas. No me extraña, a veces, que suframos esta crisis descomunal, cuando parte de la humanidad se ha condenado alegremente a sí misma a perder el tiempo y a la más desesperante improductividad.

JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 24 de junio de 2012

lunes, 4 de junio de 2012

EUROPE - Bag of bones. (2012)





Casi se siente uno obligado (y tentado, hay que admitirlo) a aprovechar este espacio para hacer de él un púlpito desde el que iluminar a todos aquellos que, encantados por las pegadizas melodías de teclados de hace ya algunos años, han quedado desorientados, sin posibilidad de reaccionar positivamente ante una nueva obra de esta panda de traidores a su sonido más popular. Se les podría intentar invitar a dejarse llevar por las virtudes innumerables que atesoran estos álbumes, en particular este último, y que vayan, como la niña de Poltergeist, hacia la luz. Pero como escribió Cervantes en el prólogo a la segunda parte del Quijote,  quien espere eso que se olvide. No es mi intención mirar a nadie por encima del hombro desde este púlpito, pues no es una cuestión de superioridades.

Lo que sí resulta inevitable en cada nueva entrega de Europe es hacer referencia a sus trabajos de los ochenta, en especial a partir del tercero y archipopular. Se produce entonces una paradoja, pues el álbum que les dio la popularidad y la libertad para hacer lo que ahora hacen es el que les ha condenado Dios sabe hasta cuando. Conscientes de ello, en Bag of bones hay múltiples líneas autobiográficas, empezando desde “Riches to rags”, clara y valiente en sus planteamientos, no solo en la letra sino en lo musical, aunque estos comienzos crudos son ya marca de la casa. Lo mismo ocurre con el primer single “Not supossed to sing the blues”.

Bag of bones es posiblemente lo mejor que ha grabado Europe desde su vuelta, y eso que Secret society, álbum por el que siento especial debilidad, son palabras mayores. De él podemos encontrar alguna referencia en “Mercy you, mercy me”.

Son varios los pasos que ha dado la banda hasta encontrarse a sí misma en este Bag of bones, desde la oscuridad clara de Start from the dark, pasando por la dureza y contundencia de Secret society, hasta el antecedente más evidente, una especie de borrador de este nuevo álbum, que es Last look at Eden. Así, podríamos asegurar que estos son Europe en esencia. Y eso no implica que su anterior etapa sea despreciable. Lo que parece complicado es unir ambas estapas; lo que me parece más complicado aún es no darse cuenta de que lo que cambia es la apariencia, pero no la esencia. De hecho, su álbum más popular es el menos personal, el más recargado y lleno de impurezas que hayan grabado. Por ello decía que su mayor pecado es haber sido populares.

En esta nueva obra de los suecos encontramos una emoción que mana directamente de la fuente del arte musical, cuyas raíces se encuentran en los clásicos de los 70 (el espíritu de Led Zeppelin se aparece de vez en cuando a lo largo del disco, como en “Drink and a smile” por poner un ejemplo). Las canciones se desarrollan con una intensidad desgarradora en muchos momentos (“My woman, my friend”, “Bag of bones”), los teclados de Mic Michaeli tienen una presencia espiritual, tan clásica como inquietante, llenando de matices unas canciones ya de por sí riquísimas. Por otro lado los coros hacen presencia en el momento perfecto no para adornar, sino para elevarnos al séptimo cielo del éxtasis de una música plagada de momentos de enorme nivel artístico. En esa labor, Joey Tempest se deja la voz, teniendo en cuenta que su registro no es el más agradecido para cantar unos temas empapados de rock clásico y blues, y consigue que se convierta en una de las señas de identidad más reconocibles de la banda.

John Norum ha encontrado el sabio término medio entre la gravedad oscura del comienzo y la contundencia, dando como resultado un trabajo espectacular, pleno de sabiduría musical, fuerza, gracia y elegancia. Y la base rítmica de John Leven e Ian Haughland vale su precio en oro. A nadie debe extrañarle que se los hayan rifado durante tantos años.

Y ahora llega la carambola final, una paradoja más, de unos músicos de rock que se llevaron la popularidad y ahora se ganan un puesto en el olimpo del rock: nos encontramos con una banda en plenitud de facultades, bastante joven aún, un currículo envidiable, un nombre reconocible, unas ganas que asustan, una clase que muy pocos músicos alcanzan y la capacidad para hacer lo que quieran en lo que promete ser una de las carreras más excitantes de los próximos años. Quizás exagere, pero Europe tiene, porque se lo ha ganado, la posibilidad de ser la próxima gran banda de rock de la década, si no lo es ya.

Creo que esto no se puede conseguir si no es con una humildad conmovedora y una ilusión de la que deberían contagiarse tantos músicos, jóvenes y no tanto.

Este saco de huesos está lleno de carne y alma. Qué paradoja.