Al comentar esta nueva aventura
de Greg Howe, uno se siente tentado
de utilizar la expresión pedante ‘Rock con mayúsculas’. El respetado
guitarrista se había unido a dos de sus acompañantes en anteriores aventuras
instrumentales, el bajista Kevin
Vecchione y el batería Gianluca
Palmieri, con la intención de formar una banda con cantante. Al principio
probaron con una voz masculina, pero más tarde, tras la marcha de ésta,
encontraron a Meghan Krauss. Si no
hubiesen tenido una banda tendrían que haberla formado sólo para poder tenerla
a ella como cantante. Es una fiera, salvaje y delicada, que ha bebido
directamente de los enjuagues bucales de Aretha Franklin y ha absorbido el
aliento de Ann Wilson.
Con todo ello, el cóctel es casi
molotov. Cuatro tipos perfectamente compenetrados, con una base de rock
clásico, blues, fusión, y tendencias de improvisación, que descoyuntan al más
pintado. Las raíces del rock y las técnicas más depuradas se combinan con
naturalidad en este álbum de tremenda riqueza.
Las canciones funcionan de un
modo asombroso, y además tiene una virtud esencial: son capaces de captar la
atención del oyente con los primeros acordes, con las primeras notas, algo nada
fácil, pues es bastante habitual que al escuchar una canción haya que esperar a
ver cómo evoluciona. En el disco de Maragold
sólo hay que dejarse llevar y esperar con ansia el desarrollo que nos lleva a
los momentos álgidos del estribillo, el solo de guitarra, las progresiones de
la base rítmica (esencial en todo el trabajo) y dejarse envenenar por la
desgarradora y sensual voz de Meghan Krauss. Con todo ello el aficionado asiste
con asombro a algo poco frecuente: tener la sensación de que es un espectador
privilegiado en el espectáculo
incomparable de la creación musical, como si fuese testigo del proceso mágico
de ver nacer y crecer una canción con los elementos básicos de la misma: una guitarra,
un bajo, una batería y una voz. Porque aunque parezca algo obvio o tonto, aquí
los instrumentos suenan a instrumentos musicales, y uno no es consciente de
ello hasta que lo experimenta, y entonces se da cuenta de la cantidad de
efectos que se usan habitualmente.
Las canciones en este trabajo no
son el medio que usa el virtuoso guitarrista Howe para lucirse, como algunos
podrían sospechar; para ello graba otros discos. Con Maragold busca la banda de
rock, de blues, de fusión, pero sobre todo busca la canción, y de esas hay aquí
diez de las buenas. El tema de presentación es brillante. “Evergreen is golder”
muestra esa contundente aleación de estilos que he citado. La entrada de la voz
de la Krauss es salvaje, mostrando fuerza y sabiduría, y la base rítmica
funciona a la perfección. También está presente otro de los rasgos
característicos del álbum que es los solos de Greg Howe, brillantes, limpios y
originales, mezclando como a él le gusta los estilos de fusión, jazz y rock.
Entrada de batería y ritmo
entrecortado de guitarra para “Saturday sun”, y espacio entre las líneas del
pentagrama para el lucimiento y disfrute del cuarteto que adorna con sus
instrumentos cada compás de la canción. Magistral el solo de Howe, muy
original, con influencias setenteras del rock psicodélico. La canción no da
tregua a las piernas o cualquier otro miembro susceptible de seguir el ritmo.
Más actual resulta “Oracle”,
sustentada en los sugerentes malabarismos vocales de Meghan y con un estribillo
dramático intensificado por unos excelentes arpegios de guitarra. El puente es
muy bueno y hace de trampolín para un gran solo de guitarra.
Uno de los platos fuertes, a mi
juicio, (y eso que el menú que presenta Maragold es para rebañar hasta la
última nota) está en “Paradigm Tsunami”. Aquí la fusión es total, la sinuosa
línea vocal de Krauss hipnotiza y el endiablado solo de Howe deja desorientado
a cualquiera. Mezcla de salvajismo y melodía magníficamente remarcado por la
excelente base rítmica y la intensidad que imprime Palmieri. Esa misma locura
se apodera de la zeppeliniana “Magic
pain”, otro de los momentos álgidos del álbum.
Asimismo “Penniless and Sane”,
más melódica aunque igualmente contagiosa, le hace a uno adorar la música. No
hay artificios ni trucos: es rock.
Los temas suaves no son cosa de
poco: “Cry” tiene un estribillo difícil de olvidar, a pesar de que no es mi
favorita. Prefiero “Story’s ending” o la bluesera
“Boom boom tap (dance on)” que cierra el disco con creciente intensidad.
¿Dónde está el secreto para que
un disco de estas características lo atrape a uno y no pueda hacer nada para
evitarlo? No lo sé. Quizás es lo que llaman la magia de la música. Cuando deja
de sonar, como al final de “Boom boom tap (dance on)” uno siente como si lo
hubiesen abandonado de noche en mitad del desierto, y es entonces cuando es
consciente de la necesidad que tiene de ella.
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