No sé por qué me dedico a esto.
Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que
puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal
necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir,
y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos
imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda
es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la
pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por
llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe?,
salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una
cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente:
porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa.
Esa necesidad de hacer, de crear,
de inventar es sin duda un impulso humano fundamental. Pero ¿con qué objeto?
¿Qué sentido tiene el arte, y en particular el arte de narrar, en lo que
llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista
práctico. Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento. Un
libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un
libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor
de una guerra. Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede
hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más
comprensivos. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no
olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen
novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no
disfrutan de los libros tanto como el que más?
En otras palabras, el arte es
inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico
o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de
sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda
son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que
el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de
arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y
lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro
placer, por la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las
largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado
pianista o bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados
para lograr algo que es total y absolutamente inútil.
La narrativa, sin embargo, se
halla en una esfera un tanto diferente de las demás artes. Su medio es el
lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimos con los demás, común a todos
nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los
relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordaremos el ansia
con que saboreábamos el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que
nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con
un libro y nos leía un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos
dificultad en evocar la embelesada atención en los ojos de nuestros hijos
cuando les leíamos un cuento. ¿A qué se debe ese ferviente deseo de escuchar?
Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaciones,
canibalismo, transformaciones grotescas y encantamientos maléficos. Cualquiera
pensaría que esos elementos llenarían de espanto a un crío; pero lo que el niño
experimenta a través de esos cuentos es precisamente un encuentro fortuito con
sus propios miedos y angustias interiores, en un entorno en el que está
perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden
transportarnos a las profundidades del infierno, pero en realidad son
inofensivos.
Nos hacemos mayores, pero no
cambiamos. Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como
cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra
historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del
mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de
que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos
llaman la "era posliteraria". Puede que sea cierto, pero de todos
modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al
cabo, la novela no es el único venero de historias. El cine, la televisión y
hasta los tebeos producen obras de ficción en cantidades industriales, y el
público continúa tragándoselas con gran pasión. Ello se debe a la necesidad de
historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea
cual sea la forma en que se presenten "en la página impresa o en la
pantalla de televisión", resultaría imposible imaginar la vida sin ellas.
De todos modos, en lo que
respecta al estado de la novela, al futuro de la novela, me siento bastante
optimista. Hablar de cantidad no sirve de nada cuando nos referimos a los
libros; porque no hay más que un lector, sólo un lector en todas y cada una de
las veces. Lo que explica el particular influjo de la novela, y por qué, en mi
opinión, nunca desaparecerá como forma literaria. La novela es una colaboración
a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del
mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta
intimidad. Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca he
visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que
exhale mi último aliento.
Nunca he querido trabajar en otra
cosa.
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