martes, 11 de octubre de 2016

"Sing Street" (John Carney, 2016)




Las escenas de despedida podrían suponer casi un subgénero dentro de la historia del arte cinematográfico. Algunas de ellas están en la memoria –y en el corazón– de cualquier aficionado. Se podría hacer una selección, a modo Cinema Paradiso, y tendríamos algunos de los momentos más hermosos que jamás se hayan visto en una pantalla.

John Carney ha filmado, con Sing Street, una nueva obra con la música como protagonista, cuyos personajes, como en las anteriores, tocan y cantan, en la que lo musical no es el fondo, sino también la forma. Sería este nuevo filme el tercero de una especia de trilogía del musical contemporáneo junto a Once y Begin again. En todas ellas el proceso de creación artística va ligado a la evolución de los personajes, las canciones que ellos cantan cuentan su historia. Hay en ellas, también, un doble plano que en Sing Street se explicita: la alegría, la felicidad que proporciona la música tiene un fondo casi irrenunciable de tristeza. “Happy sad” lo llaman.

Ambientada a mediados de la década de los ochenta, Sing Street nos presenta a un adolescente al que sus padres trasladan de colegio a causa de las dificultades económicas por las que pasan. Llega a un centro religioso que parece sacado de un videoclip de la época con alumnos macarras, profesores sádicos, y matones de medio pelo. Para acceder a una chica que le gusta, este joven le propone aparecer en el videoclip de una canción que va a grabar con su banda de música, banda que, la chica no lo sabe, aún no ha formado. El proceso de creación del grupo, las canciones, y las experiencias de la vida de Conor que van quedando plasmadas en cada uno de los temas que compone, son la partitura narrativa de la película, una película que presenta lo que ha significado la música para generaciones de jóvenes, ese mundo que permite escaparse y protegerse de las tristezas que nos acompañan a diario y que muchas veces son el reflejo de todas ellas. Mientras los padres del joven discuten y se separan, él y su hermano suben el volumen del reproductor para no escuchar sus voces y discusiones. Precisamente en la relación de Conor con su hermano mayor tenemos algunos de los mejores momentos de la película.

Parece una historia que se ha contado muchas veces, es una historia que se ha contado muchas veces, pero no importa. Como en las películas anteriores de Carney, la emoción conquista casi todas las escenas, la inocencia de sus personajes obliga a empatizar con ellos sin remedio. Y cuando uno quiere reaccionar ya es prisionero en la celda del pentagrama que Carney ha compuesto con generosas dosis de romanticismo, tristeza, humor y optimismo. La doble capa de felicidad/tristeza, happy sad, que envuelve la historia hace que el espectador sonría mientras intenta contener las lágrimas.


Esa misión se revela imposible cuando asiste a una de las escenas de despedida más conmovedoras que se han filmado en los últimos años, una escena de emoción auténtica, verdadera, que se podría añadir a ese montaje ideal de clásicos imprescindibles. Y con la aportación de una banda sonora excepcional.








No hay comentarios:

Publicar un comentario