Las escenas de
despedida podrían suponer casi un subgénero dentro de la historia del arte
cinematográfico. Algunas de ellas están en la memoria –y en el corazón– de
cualquier aficionado. Se podría hacer una selección, a modo Cinema Paradiso, y tendríamos algunos de
los momentos más hermosos que jamás se hayan visto en una pantalla.
John
Carney ha filmado, con Sing
Street, una nueva obra con la música como protagonista, cuyos personajes,
como en las anteriores, tocan y cantan, en la que lo musical no es el fondo,
sino también la forma. Sería este nuevo filme el tercero de una especia de
trilogía del musical contemporáneo junto a Once
y Begin again. En todas ellas el
proceso de creación artística va ligado a la evolución de los personajes, las
canciones que ellos cantan cuentan su historia. Hay en ellas, también, un doble
plano que en Sing Street se
explicita: la alegría, la felicidad que proporciona la música tiene un fondo
casi irrenunciable de tristeza. “Happy sad” lo llaman.
Ambientada a mediados
de la década de los ochenta, Sing Street
nos presenta a un adolescente al que sus padres trasladan de colegio a causa de
las dificultades económicas por las que pasan. Llega a un centro religioso que
parece sacado de un videoclip de la época con alumnos macarras, profesores
sádicos, y matones de medio pelo. Para acceder a una chica que le gusta, este
joven le propone aparecer en el videoclip de una canción que va a grabar con su
banda de música, banda que, la chica no lo sabe, aún no ha formado. El proceso
de creación del grupo, las canciones, y las experiencias de la vida de Conor
que van quedando plasmadas en cada uno de los temas que compone, son la
partitura narrativa de la película, una película que presenta lo que ha
significado la música para generaciones de jóvenes, ese mundo que permite
escaparse y protegerse de las tristezas que nos acompañan a diario y que muchas
veces son el reflejo de todas ellas. Mientras los padres del joven discuten y
se separan, él y su hermano suben el volumen del reproductor para no escuchar
sus voces y discusiones. Precisamente en la relación de Conor con su hermano
mayor tenemos algunos de los mejores momentos de la película.
Parece una historia que
se ha contado muchas veces, es una historia que se ha contado muchas veces,
pero no importa. Como en las películas anteriores de Carney, la emoción
conquista casi todas las escenas, la inocencia de sus personajes obliga a
empatizar con ellos sin remedio. Y cuando uno quiere reaccionar ya es prisionero
en la celda del pentagrama que Carney ha compuesto con generosas dosis de
romanticismo, tristeza, humor y optimismo. La doble capa de felicidad/tristeza,
happy sad, que envuelve la historia
hace que el espectador sonría mientras intenta contener las lágrimas.
Esa misión se revela
imposible cuando asiste a una de las escenas de despedida más conmovedoras que
se han filmado en los últimos años, una escena de emoción auténtica, verdadera,
que se podría añadir a ese montaje ideal de clásicos imprescindibles. Y con la
aportación de una banda sonora excepcional.
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