Disculpen mi ignorancia si en esta columna demuestro
tenerla, como es probable, pero empiezo a estar preocupado por mis colegas
escritores de todo el mundo y también por los cineastas, los dramaturgos, los
compositores y cuantos se dedican a actividades "artísticas" que
tradicionalmente han requerido concentración, esfuerzo, paciencia, continuidad,
meditación y -a menudo- imprescindible soledad, sólo fuera para procurarse las
demás cosas que acabo de mencionar. En un no muy interesante artículo del New
York Times, "La presión de las multitudes", encuentro algún dato de
interés. Por ejemplo, lo ocurrido con algunos proyectos que echaron a andar
gracias a lo que se llama "crowdfunding",
algo apenas distinto de las cooperativas de toda la vida. "El equipo
responsable de Diaspora", contaba esa pieza, "que esperaba crear una
abierta alternativa a Facebook, recaudó 200.000 dólares entre unas 6.500
personas, pero tres años después decidió crear otra empresa" (y, supongo,
librarse así de la masa agobiante que lo había financiado en origen). Uno de
los responsables "dice que estaban tan ocupados respondiendo correos
electrónicos y fabricando camisetas para sus donantes que les quedaba poco
tiempo para diseñar el programa informático. 'Nos empantanamos tratando de
mantener relación con mucha gente', declaró". No me extraña, sobre todo
si, además de exigir atención y que se le confeccionara una camiseta, cada
donante quiso influir y que se tuviera en cuenta su opinión a la hora de diseñar
el programa y crear la empresa. Es muy posible que así fuera, dada la tendencia
al intervencionismo de la mayoría de la gente actual, más aún si ha pagado
"algo" por participar.
También afirmaba ese artículo que "algunos pueden sentirse obligados a compartir" (la
cursiva es mía). "La idea del escritor solitario está desapareciendo. El
literato brasileño Paulo Coelho es partidario de la comunicación en Twitter y
Facebook: 'La torre de marfil ya no existe', ha dicho". Hombre, por lo que
escriba o deje de escribir Coelho no ando preocupado, la verdad. Pero sí por
otros autores, cuya literatura sigo y aprecio, si se relacionan en demasía con
las multitudes; si empiezan a "compartir" (verbo de moda, y odioso
donde los haya) lo que imaginan y escriben con otros, antes de haberlo acabado.
O si, como ya hacen algunos, abren la puerta a los lectores para que opinen
sobre su nuevo proyecto y sugieran y hasta "colaboren", y encima
presentan su disponibilidad como una innovación o una audacia. Ya los
folletinistas del XIX se guiaban en sus entregas, a veces, por las querencias y
las peticiones del público: daban más papel a un personaje que había caído en
gracia o variaban los acontecimientos para complacer a sus seguidores. Solían
pifiarla, en estos casos: edulcoraban las historias, las hacían previsibles.
Las masas son previsibles y -como es lógico- gregarias, y lo que uno admira de
un autor es, entre otras virtudes, su capacidad para sorprendernos y salirse de
lo predecible. No sé, ¿se imaginan que Hitchcock hubiera consultado a sus fans
si debía cargarse a la protagonista de Psicosis,
con la que el espectador se ha identificado, antes de alcanzarse la mitad del
metraje? Las multitudes se habrían llevado las manos a la cabeza y le habrían
exigido que la mantuviera viva, sin duda, y Psicosis
sería, como mínimo, una película mucho más convencional. ¿Se figuran a Flaubert
preguntando si debía hacer morir a Emma Bovary o no? Conan Doyle mató a Sherlock
Holmes Y tuvo que resucitarlo, en gran medida porque escribía sus aventuras en
prensa y la muchedumbre se amotinó, y también -cosa importante- porque su
propia madre lo conminó a devolverle la vida.
Hace ya muchos años recibí una amable carta de una señora.
Tenía su futuro resuelto y se ofrecía a trabajar para mí como secretaria sin
sueldo. Su única remuneración sería que yo le permitiera "asistir de
cerca" a la creación de una novela mía. En seguida me imaginé las escenas:
yo ante mi máquina, tecleando o pensando o corrigiendo a mano; ella, en una butaca
próxima, preguntándome cada dos por tres: "¿Qué haces ahora? ¿Qué has
puesto? ¿Has cambiado algo? ¿Qué estás pensando? ¿Alguna ocurrencia? ¿Cómo va
a reaccionar este personaje?" Y con derecho a mirar, por encima de mi
hombro, los borradores. Me habría paralizado, un infierno, me habría impedido
escribir una línea. Si además le hubiera dado por opinar ("Me parece que
ese adjetivo no va" o "No me gusta el cinismo de ese
personaje"), creo que la habría estrangulado. Así que decliné su generoso
ofrecimiento y me pregunto qué le pasa hoy al mundo para que tantos "se
sientan obligados a compartir", a escuchar las ideas de cualquiera y a la
ridícula "interacción", a dejarse vigilar y controlar, a fabricar
camisetas en vez de diseñar programas. Si los escritores renuncian a ser los
amos de los mundos que inventan; si se pliegan de antemano a las preferencias
de sus clientes y ya no los pueden sobresaltar; si abandonan sus necesarias
"torres de marfil" y se pasan media vida contestando correos y tuits,
no les quepa duda: la literatura que nos interesa y deslumbra, a los individuos
como a las masas, tendrá los días contados. En un libro uno habla y los demás
escuchan -si quieren, claro está, nadie los obliga-. ¿Qué es eso tan pusilánime
de que participen y hablen todos? Tiene nombre, y está reñido con la
literatura: eso se llama un guirigay.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 25 de noviembre de 2012