Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay
quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy
incapaz de imaginar un mundo sin libros. A lo largo de la historia el hombre ha
soñado y forjado un sinfín de instrumentos. Ha creado la llave, una barrita de
metal que permite que alguien penetre en un vasto palacio. Ha creado la espada
y el arado, prolongaciones del brazo del hombre que los usa. Ha creado el
libro, que es una extensión secular de su imaginación y de su memoria.
A partir de los Vedas y de las Biblias, hemos acogido la
noción de libros sagrados. En cierto modo, todo libro lo es. En las páginas
iniciales del Quijote, Cervantes dejó escrito que solía recoger cualquier
pedazo de papel impreso que encontraba en la calle. Cualquier papel que
encierra una palabra es el mensaje que un espíritu humano manda a otro
espíritu.
Ahora, como siempre, el inestable y precioso mundo puede
perderse. Sólo pueden salvarlo los libros, que son la mejor memoria de nuestra especie.
Hugo escribió que toda biblioteca es un acto de fe;
Emerson, que es un gabinete donde se guardan los mejores pensamientos de los
mejores; Carlyle, que la mejor Universidad de nuestra época la forma una serie
de libros. Al sajón y al escandinavo les maravillaron tanto las letras que les
dieron el nombre de "runas", es decir, de misterios, de cuchicheos.
Pese a mis reiterados viajes,
soy un modesto Alonso Quijano que no se ha atrevido a ser Don Quijote y que
sigue tejiendo y destejiendo las mismas fábulas antiguas. No sé si hay otra
vida; si hay otra, deseo que me esperen en su recinto los libros que he leído
bajo la luna con las mismas cubiertas y las mismas ilustraciones, quizá con las
mismas erratas, y los que me depara aún el futuro.
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