Vengo de Italia
sobrecogido. En la mutación continua que como especie estamos experimentando
los humanos desde la aparición del teléfono móvil, ese aparato que acerca a los
que están lejos y aleja a los que están cerca y que últimamente sirve incluso
para hablar, el último escalón ya no es el selfie
(autofoto en español) sino el teleselfie
o autofoto a distancia, algo que se consigue con ayuda de un nuevo aparato, una
especie de bastón articulado al estilo de los de los montañeros en cuya punta
lleva un resorte en el que se encaja el móvil y que permite una visión
panorámica del fotografiado. O sea, de uno mismo.
Lo que se consigue así
es no solo aparecer en todas las fotos (que luego se trasmiten por la Red a los
conocidos, les interesen o no, incluso a los desconocidos, pues la Red las
rebota ad infinitum por el espacio
etéreo), sino que el mundo quede detrás de uno a la manera de los decorados de
las fotografías antiguas o de los trampantojos paisajísticos de los retratos de
cámara de reyes o de aristócratas. Ello no tendría interés (si ya no reparamos
en la borrachera de egolatría y de narcisismo que suponen como género los
blogs, los tuiters o los whatsapp, ¿cómo vamos a hacerlo en la que implica
estar fotografiándose uno a sí mismo continuamente?) si el teleselfie no supusiera también una nueva mutación antropológica,
pues obliga a estar de espaldas al monumento u objeto de nuestro interés, ya
sea este el Coliseo, el balcón del Vaticano o la Fontana de Trevi. Con lo que
ahora los sitios turísticos no solo están atestados de japoneses que lo
fotografían todo, sino que la mayoría lo hace de espaldas, dándole la vuelta a
un mundo en el que de repente uno queda descolocado de nuevo.
Y yo preocupado por el más allá.
(Julio Llamazares, “Mutaciones”, en El
País, 16/10/2014)
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