Las
dos mitades del siglo XIX se corresponden con dos estilos muy distintos: el
Romanticismo y el Realismo.
En
la primera mitad, el Romanticismo
propugna una exaltación de la personalidad individual, concediendo importancia
capital al sentimiento, muy por encima de la razón. Por eso, los románticos dan
la impresión de ser contradictorios: tan pronto se entregan con pasión a un
amor, a un ideal, como los abandonan desengañados. Buscan una total libertad:
moral, religiosa, política y artística. No aceptan las normas sociales, suelen
ser rebeldes, atormentados. En política, defienden el liberalismo. En arte, no
aceptan más regla que su capricho o su inspiración. El género literario más
característico del Romanticismo es la poesía lírica, libre expresión de la
subjetividad del artista. Las grandes polémicas surgieron con los estrenos de
los dramas románticos: mezclaban verso y prosa, métricas y estilos diferentes,
personajes distintos, lo cómico y lo trágico... Eran obras espectaculares, que
buscaban conmover al espectador.
En
la segunda mitad del siglo, la novela
realista parte de criterios casi opuestos: basarse en la observación,
intentar reflejar con fidelidad las costumbres contemporáneas... Por eso, los
principales escritores realistas son, todos, grandes observadores, atentos a
los pequeños detalles que sirven para caracterizar a un personaje. No se trata
de copiar absolutamente la realidad (eso no sería arte), sino de intentar ser
verosímil en todos los aspectos: creación de personajes, motivación
psicológica, descripción de ambientes, situación, intriga, desenlace, lenguaje...
El escritor realista se preocupa mucho de determinar el tiempo y el lugar donde
se desarrolla la acción. Predominan los escenarios y personajes de la clase
media, que en ese momento se ha convertido en la gran protagonista de la
historia. En toda Europa, la novela realista es la novela clásica.
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