Un niño escapa de su casa y es
perseguido por un alguacil. No sabemos de qué ni de quién escapa ni por qué (al
menos no hasta tiempo después, que sospechamos los motivos). Lo que sí
conocemos desde el principio es que la “aventura” va a ser una experiencia
dura, muy dura. Los momentos de tensión se acumulan ya en las primeras líneas,
las descripciones detalladas dan la medida del sufrimiento del protagonista, y
el paisaje se revela como el elemento imprescindible que refleja y condiciona
la narración.
Conviene no desvelar mucho del
contenido de la novela, una narración en la que los conceptos de dignidad,
venganza, comprensión, solidaridad, justicia, crueldad, violencia, o humanidad
están muy presentes. Las descripciones del paisaje combinan la perspicacia de
la observación con el lirismo y el uso de un acertadísimo vocabulario que nos
obliga a “mirar” de nuevo. Ese lirismo que se mezcla con la sequedad y la dureza
de lo que se está narrando producen en el lector sensaciones encontradas.
Ninguno de los protagonistas
tiene nombre en esta especie de wertern
ibérico, como se le ha calificado en algún medio; las comparaciones con Delibes
o McCarthy se han multiplicado.
Es una novela corta, seca, dura y
poética, difícilmente olvidable.
La intemperie le había empujado mucho más allá de lo que sabía y de lo
que no sabía acerca de la vida. Le había llevado hasta el mismo borde de la
muerte y allí, en medio de un camino de terror. Él había levantado la espada en
lugar de poner el cuello. Sentía que había bebido la sangre que convierte a los
niños en guerreros, y, a los hombres, en seres invulnerables.
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