Tres músicos con licencia para
tocar… lo que quieran. Tres nombres imprescindibles del rock de alta calidad,
de enorme prestigio y respetadísimos en el mundo de la música en general. En
estos tres vértices hay un enlace claro, que es el de Billy Sheehan y Richie
Kotzen, ambos compañeros en la penúltima encarnación de Mr. Big. Uno podría suponer que habrá
elementos que recuerden a aquella banda, y los hay. Pero aquí hay un peso
enorme de la personalidad del guitarrista que, asombrosamente, combina a la perfección con los de la clásica banda
del bajista. Por tanto, el resultado es una irresistible mezcla de ambos
elementos que se sustenta en dos columnas: el blues y el hard rock. El hecho de
que las dos influencias sean evidentes no da como resultado un monstruo
bicéfalo, sino una creación jugosamente diferente, espectacularmente rica y
alucinantemente adictiva. El otro vértice es Mike Portnoy, que podría aportar el elemento técnicamente más
progresivo dado el carácter de virtuosos de sus otros dos compañeros, pero eso
en esta banda no va así. Y si se ha seguido la trayectoria de los últimos
trabajos de Portnoy se sabrá que sus inquietudes actuales no van por ese
camino, al menos no exclusivamente.
Si alguien me pidiera que
definiese con una palabra qué es este disco, no le haría ni caso, claro; pero
si quisiera hacerlo, elegiría la palabra ‘ritmo’. Este disco es puro ritmo, una
de las cualidades esenciales de la música. Tanto es así, que cuando uno se
quiere concentrar para analizar el contenido del álbum se da cuenta de que se
olvida de ello porque queda atrapado, como hipnotizado, embrujado por el
sinuoso ritmo de las canciones, contagiado sin remedio por las líneas de bajo,
las melodías de las voces, el marcado compás de la batería, los acordes y riffs de la guitarra. Y es porque en
este trabajo la base fundamental, aquella que casi nunca se aprecia en un
grupo, es la base rítmica: bajo y batería que, ridículo es que lo diga, pero es
antológica. Qué placer es escuchar estos dos instrumentos con un sonido tan
natural, haciendo lo que se supone que deban hacer: no sólo marcar el ritmo, es
que son el ritmo.
Otra idea que puede pasar por la
cabeza del que lea los nombres de los integrantes de The winery dogs, es que seguramente se vaya a encontrar con un
ebrio ejercicio de excesivo virtuosismo, en el que las canciones sirvan para
que se luzcan estos tres señores. Un buen músico, como los grandes poetas,
conoce el valor del silencio. Decía Beethoven
aquello de “No rompas el silencio si no vas a mejorarlo”. Sheehan, Portnoy y
Kotzen lo saben muy bien.
Y sin embargo, lo mejor de todo
es que éste es un álbum de una riqueza casi inagotable, y por encima de eso, un
disco para disfrutar como con muy pocos. Uno de los que, con el paso del
tiempo, cualquiera se enorgullece de tener en su discoteca. No importa que no
se sea un entendido en la técnica instrumental, pues la canción está por encima
del resto, y aun así, cualquiera va a encontrar infinitos detalles que hacen
grande un trabajo discográfico, que convierte en arte lo que en principio no es
más que un entretenimiento.