Nicole
Krauss está considerada en Estados Unidos como una de las escritoras jóvenes
más relevantes de los últimos años. Obtuvo unas excelentes críticas con su
anterior novela, La historia del amor,
que se convirtió en un superventas. Está casada con el también escritor
Jonathan Safran Foer, de quien ya comenté aquí Tan fuerte, tan cerca.
En
su nuevo libro, La gran casa (que
quedó finalista del prestigioso National Book Award), un enorme escritorio que
tiene 19 cajones, uno de los cuales no puede abrirse, articula cuatro historias
de pérdida, de dolor, de soledad y frustración, y también de amor. Se trata de
cuatro historias con cuatro narradores diferentes, y no todas gozan de la misma
intensidad y emotividad. En realidad, el lector tiene que ir uniendo las piezas
que le hagan encajar las cuatro historias en una sola, lo cual posiblemente no
tenga especial relevancia. Hay relatos que consiguen atrapar al lector y otros
que puede que no lo hagan. Así Nadia, la primera narradora, una escritora que
parece encontrar en su trabajo el consuelo a todo lo que no tiene y que recibe
el escritorio (que parece haber pertenecido a Federico García Lorca) del poeta
chileno Daniel Varsky, puede llegar a irritar por su ensimismamiento, quizás
algo afectado y elitista, demasiado distante, a pesar de que al final se
transforme en un personaje casi patético, digno de compasión.
Leah
Weisz es la hermana de Yoav, a quienes conocemos a través de una estudiante que
entra en contacto con ellos. Su historia es atractiva, más la que cuenta de los
hermanos que la de ella misma en su relación con ellos.
Sin
embargo, hay dos personajes verdaderamente conmovedores. Uno de ellos es Aaron,
un anciano israelí que se dirige a su hijo de quien le separa una distancia
insalvable, pues en realidad nunca ha llegado a conocerlo. El desgarro de sus
palabras al tratar de hacer un último intento por comprenderlo y el sentimiento
de culpa lo convierten en un personaje turbador, intenso y cercano. Por otro lado está
Arthur, que proporciona una travesía hacia el final de la novela que la eleva
emocionalmente por su búsqueda de un secreto, un misterio, que ha perturbado su
vida conyugal: Lotte, su esposa, era una mujer hermética, cuya parcela de
privacidad Arthur siempre había respetado: “Era una obra de arte, su silencio.
Y me disponía a destruirlo”. Al acercarse a su objetivo se replantea toda su
vida y llega a conclusiones, de nuevo enfangándose en la culpabilidad, para
llegar a asegurar que “Mi amor por ella era un fracaso de la imaginación”.
Por todo ello, la sensación
que queda al final de la lectura de La
gran casa es de relativa satisfacción. Realmente placentera en algunos
momentos y no tanto en otros, pues en algunas partes se hace fatigosa, si bien
los buenos son ciertamente deleitosos.
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