Fuente: El Mundo.
miércoles, 28 de enero de 2015
domingo, 25 de enero de 2015
Prácticas de tema y resumen.
Sin
duda tienen razón quienes dicen que la guerra es el estado original y natural.
El hombre, como animal, vive mediante lucha, vive a costa de otros, teme y odia
a otros. La vida es, pues, guerra.
Más
difícil resulta definir lo que significa la «paz» La paz no es un estado
original paradisíaco, ni una forma conseguida por un acuerdo de convivencia
organizada. Paz es algo que en realidad no conocemos; algo que sólo ansiamos y
vislumbramos. La paz es un ideal. Es algo indescriptiblemente complicado, lábil
y siempre amenazado. Basta un soplo para destruirla. Incluso es más raro y
difícil que cualquier otro logro ético o intelectual que dos personas,
dependientes una de otra, convivan en verdadera paz. Sin embargo, la paz es muy
antigua, como pensamiento y deseo, como objetivo e ideal. Hace milenios que
existe el poderoso mandamiento de «¡No matarás!», que desde hace milenios,
también, es básico. Que el ser humano sea capaz de tales palabras, de tan
enormes exigencias, le caracteriza más que cualquier otra cosa; le separa del
animal; le separa también, aparentemente, de la «naturaleza».
HERMANN HESSE: Escritos políticos 1914-1932. Bruguera, 1985.
Hace
dos mil años, ni en España, ni en Francia, ni en Italia, ni en muchos otros
países había un común denominador de conciencia colectiva sobre el cual quepa
situar a los habitantes de hoy, y también a quienes moraban hace milenios en
aquellas tierras. A lo largo de ese tiempo hubo diferentes unidades de vida
colectiva, es decir, sentidas por diferentes personalidades de vida colectiva.
Cada una de éstas trató de subsistir, de continuar hablando o escribiendo la
misma lengua, de denominarse del mismo modo, de sentirse una. Pero la unidad de
conciencia colectiva duró más o duró menos, abarcó mayor o menor extensión territorial,
y a la postre se desvaneció. Ya no hay ligures, ni etruscos, ni romanos, ni
celtíberos, ni galos, porque serlo no se funda en ninguna característica
biológica o psíquica, sino en saberse estar perteneciendo a un grupo de gentes
que se llaman como uno, en estar incluso en una dimensión de vida que rebase el
área de la persona individualizada en un yo. Al decir soy yo, el objeto a que
refieren esas palabras es indivisible, no incluye a nadie más. Al decir soy
francés, es indispensable que quien así se exprese esté seguro de que muchos
otros dirán: nosotros también. Mas supongamos que a alguien se le ocurra
preguntar a alguien en España o fuera de ella: «¿Es usted ibero, acaso godo?»
El lector puede imaginar la respuesta.
AMÉRICO CASTRO: Sobre el nombre y el quién de los
españoles, Sarpe, 1985.
El
hombre es una criatura con una gran capacidad para la destrucción. No existe
otro animal vertebrado que extermine con tal salvajismo, brutalidad e
indiferencia a los miembros de su misma especie. Basta repasar la historia de
la humanidad, desde los grotescos circos romanos hasta las guerras mundiales y
conflictos civiles modernos, pasando por los aniquilamientos masivos de razas
enteras, para horrorizarse de las atrocidades que los hombres cometen asiduamente
contra sus compañeros de vida.
Como
los grandes terremotos, las inundaciones, las epidemias y otras calamidades
naturales que tanto tememos, pero que al final acabamos por aceptar, la
autodestrucción, la crueldad y el sadismo parecen formar parte inseparable de
la existencia humana. Quizá, sea esta la razón por la que en las urbes se aviva
periódicamente la creencia de que la humanidad está proféticamente avanzando
hacia su cataclismo. De hecho, durante ciertos períodos conflictivos recientes,
como la guerra del Golfo o el desmoronamiento de los gobiernos totalitarios
comunistas europeos, la popularidad de los profetas y clarividentes, como el médico
francés del siglo XVI Michel Nostradamus, alcanzó niveles extraordinarios
incluso entre personas nunca confiaron en profecías.
LUIS ROJAS MARCOS: La ciudad y sus desafíos. Espasa-Calpe, 1996
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