La única hija de los Vajkay, a
mitad de la treintena, a la que llaman siempre por su apodo, ‘Alondra’, sale
excepcionalmente de viaje a ver a unos parientes. Sus padres no están
acostumbrados a estar sin Alondra, ni ella sin ellos. Ákos “no entendía, ni nunca
había entendido de mujeres, pero tenía la certeza de que su hija era fea”. Pasan
todo el tiempo juntos, al margen de la vida de la pequeña ciudad de Sárszeg,
casi aislados. Cuando ella se marcha en el tren y sus padres quedan en la
estación (maravillosamente narrado al comienzo del capítulo 3) “con la
expresión triste y estúpida de quien acaba de perder algo de manera
inesperada”, se sienten solos, pero poco después descubrirán que pueden
disfrutar de su libertad y de su tiempo, y hasta de los chismorreos de la
ciudad. A pesar de ello no pueden evitar sentirse algo culpables, aunque no
dejen de acordarse constantemente de Alondra.
Hay muchas cosas que los
personajes no dicen en Alondra. En
esta novela, llena de silencios y sobrentendidos, de tantos pensamientos
ocultos que marcan la vida de cada personaje, de tristezas calladas pero
también de humor, Kosztolányi deja una prueba indiscutible de su talento como
narrador, tan admirado por Sándor Márai. Dibuja a los personajes con sutileza,
se entretiene en detalles que pasan de poder ser prescindibles a magistrales (como
la descripción de la orquesta en el teatro).
Alondra no tiene nombre, sin embargo Kosztolányi no se oculta como
narrador, sino que aparece incluso explícito en los epígrafes que presentan
cada capítulo (aquí parecen combinarse las influencias de la narrativa de la
segunda década del siglo XX con la tradición clásica). No necesitamos un truco
de ficción para creernos la historia de los Vajkay, porque es lo
suficientemente hermosa para que nos perdamos en ella y permanezca con nosotros
mucho después de cerrar las páginas del libro.